Fragmentos


   II. Consiguen embarcar a Charlie

    Subieron a bordo todo lo que aún quedaba por allí, y al poco de soltar las amarras ya estaban pasando por debajo del puente de la iglesia del Grao. Nada más sobrepasarlo, la barca comenzó a ganar velocidad. Algunas gaviotas se posaban en el agua y de vez en cuando bancos de pequeños peces y alevines cruzaban raudos por debajo del casco. Viendo en Charlie la emoción contenida al sentir todo aquel inestable movimiento, le preguntó Vicente: 
    —¿Qué te parece todo esto? ¿Has visto qué aire tan bueno corre? Y el ruido del motor… A mí me gusta oír el motor. ¡Qué sonido! Va de puta madre, no tiene ni un fallo. Y además arranca siempre a la primera. 
    —¡Esto es fabuloso! Lástima no haber venido antes, s’està mel —dijo Charlie espontáneo, muy contento al sentir en la piel la fresca brisa de la mañana. 
    Al salir a mar abierto apareció ante ellos el horizonte completamente despejado. Las aguas eran silenciosas. Las llisas saltaban a pocos metros del barco, y también pasaron algunos pájaros volando veloces a muy poca altura. La luz blanca y transparente de la alborada causaba cierto asombro en los pescadores, que por unos instantes guardaban silencio. 
   Hoy navegarían costeando cerca de las playas, a una o dos millas marinas del litoral. Guillermo gobernaba la embarcación mientras Vicente preparaba las cañas para probar a pescar al curricán. Ya antes de salir del puerto había lanzado un par de líneas. 
    —Aquí en la bocana es donde normalmente suele haber más pescado —dijo Vicente—. Además, están los más grandes que entran a comer a los alevines. También hay mucha comida de todo lo que tiran de las barcas. 
    —Pues yo de eso, no tenía ni idea —comentó Charlie—. ¿Y cómo sabes que han picado, maestro? 
    —Eso se nota. Por eso no te preocupes. Ya te darás cuenta ya, cuando entre alguno. 
    Interrumpiéndose, Vicente dirigió la vista a la proa donde Guillermo gobernaba el barco, y le dio una voz: 
    —¡Guillermo, ten cuidado! Me han dicho que hay muchas cuerdas flotando por aquí, y boyas de plástico de las que tiran para el palangre. Mira bien por dónde vas, no vayamos a engancharnos con alguna. 
    El sol todavía no tenía fuerza y había mucha claridad sobre las aguas. Marchaban hacia el sur, hacia las playas de arena, en busca de los pequeños arrecifes que conocían bien y de los fondos de posidonia. Media hora más tarde pararon el motor y dejaron la barca a la deriva sin soltar el ancla. La profundidad era de unas quince brazas y el viento soplaba muy suave de levante con rachas de garbí. 
    —Esto es de categoría, parecemos “de la hélice” —decía Charlie riendo entusiasmado mientras se quitaba la camiseta—. ¿Y al popurri ese que has tirado no pica nada o qué? 
    —No, siempre lo tiro a la salida del puerto para probar, pero ni lo han tocado. Bueno, voy a guardar lo del curri y luego cuando volvamos a la hora de comer, si me quedan ganas, lo volvemos a tirar. Ahora vamos a preparar las cañas de la sepia. 
    Siempre que Charlie hablaba de las cosas que según él eran especiales, como por ejemplo de un buen vino, o una comida distinguida, o también cuando hablaba de alguien que tenía una tienda que le daba beneficios y se creía mejor que los demás, o de un nuevo rico, decía que se trataba de vinos, cosas, o personas “de la hélice” sin que nadie se tomase el trabajo de enmendarle el error, de modo que la expresión pasó del chiste a la metonimia identificativa: 
    —¡Germán! ¡Ese es “de la hélice”! —me repetía muchas veces—. Ese es como...


   XIV. Vamos a abonar el chalet

    Aunque los telediarios aseguraban que pronto cambiaría el tiempo, no había la menor señal de borrasca. Fue entonces cuando pasaron unos días inacabables esperando las tormentas mientras vigilaban los sacos del abono para que no los rompiesen los gatos. Todos los días miraban al cielo y todas las noches escuchaban con mucha atención las noticias meteorológicas para cerciorarse de cuándo y a qué hora más o menos llegarían las lluvias, pues no era lo mismo trabajar por la mañana que por la tarde. 
    Por fin, después de esperar cinco o seis interminables días en los que no sucedía nada ni hablaban de otra cosa que del tiempo, escucharon el anuncio de que al día siguiente comenzarían por fin las precipitaciones. Se esperaba que lloviese con fuerza y de forma generalizada en toda la costa este del país, sobre todo en la zona sur de Valencia y norte de Alicante (como siempre). Las previsiones hablaban incluso de gota fría, por eso a partir del mediodía del día siguiente quedó activada la alerta naranja en toda la zona. 
    Un martes a mitad de tarde grandes nubarrones grises pasaban veloces a poca altura sobre la urbanización. En el interior de la vivienda Alicia encendió las luces del comedor donde estaban mirando por las ventanas cómo se estaba poniendo el cielo. Casi parecía que de pronto se hubiese hecho de noche. Arrastrados por unos vientos siniestros, aquellos nimbos oscuros llenos de agua dejaban escapar ya finas gotas que anunciaban la tormenta que se aproximaba. Las montañas se oscurecieron y de repente un gran portazo cerró la puerta de entrada y casi al mismo tiempo una ventana se estrelló contra el marco de la pared del salón que asombrosamente aguantó el golpe. Vicente se levantó alarmado del susto y riñó a Alicia: 
     —¡Hostia, Alicia! ¿Es que no ves el aire que se ha levantado? ¿Quieres hacer el favor de cerrar las ventanas que se van a romper los cristales…? 
    A continuación, dirigiéndose a Charlie lo apremió: 
   —Charlie, vámonos ya a lo nuestro de una vez a tirar el abono ese dels collons que va a caer un diluvio de padre y muy señor mío de un momento a otro, y si comienza la lluvia no podremos esparcirlo. 
   Antes de que hubiesen salido del comedor se cortó la corriente eléctrica y el salón quedó en tinieblas. Los pinos se agitaban cerca de las ventanas como árboles malditos. 
    —¡Hostia! —rugió Vicen—. ¡Esto es lo que nos faltaba ahora! ¡Alicia!, ¿sabes si tenemos velas? 
   —Deja las velas que ya me encargo yo —le contestó Alicia mientras intentaba cerrar las ventanas—. Vosotros id a lo vuestro, que va a comenzar a llover, y yo buscaré las velas. Sube a los perros que no se queden allí los pobres, que si Eme se moja luego le duelen todas las articulaciones. 
   —Si no vuelve la luz —apuntó Vicente— encenderemos el grupo electrógeno que tenemos en el garaje, que funciona de puta madre. 
    Dispuestos y decididos bajaron las escaleras que conducían al jardín, con una actitud sigilosa como si pretendieran deshacerse de un cadáver. De este modo fueron trasladando en varios viajes todas las bolsas de abono hasta la zona de la piscina para comenzar desde allí la distribución. 
   Primero tiraron el abono al suelo con unos viejos cucharones de plata que eran para servir la sopa, que nunca se usaban porque ellos jamás comían sopa; pronto observaron que de este modo no acabarían nunca, y el tiempo se les echaba encima, y nunca mejor dicho, pues tremendos rayos atravesaban el aire y las hojas de las plantas volaban por el jardín, por lo que a toda prisa y sin perder ni un minuto, entre exclamaciones y puntualizaciones cortantes repartían la boñiga. 
    Estaban los dos juntos tocándose las espaldas y sin querer se empujaban uno al otro por las nalgas para hacerse sitio. 
    —Charlie, ¿quieres ir por el otro lado de la piscina hostias y yo tiro por aquí, que creo que tenemos jardín de sobra para los dos, y no hace falta estar aquí amontonados? ¡Vamos, digo yo, me cago en Dios! 
    —¡Lo que mande el señor! No se preocupe, que ya se va Charlie al otro lado de la piscina para no molestar a su señoría. Total, si le molesto a usted no tiene más que comunicármelo. 
   —Calla por favor, que bastante mal huele ya esto. ¡Qué olor a mierda que tira! Es increíble, si lo hacen aposta no les sale mejor. Charlie échalo rápido que tenemos para rato, y si no acabamos pronto nos vamos a morir empudegats. 
    —¡Sí claro! ¡A la Castaña ahora le huele mal, le molesta la pudor que echa, pero él quería el barat! ¡Pues hala, el barat! ¡Y maestro, no te olvides de una cosa: que tot lo barat al final t’ix car! 
    —Charlie, ¿quieres callar? Y tírale unos buenos puñados al galán de nit que está ahí enfrente de tus mismas narices, que luego este verano ya verás cómo huele…
     —Sí, este verano ya veremos, pero ahora l’olor que fa és per a morir...


    XXIV. Por la Albufera

    La Albufera, siempre prodigiosa, surgió delante de nosotros a la derecha del camino. Detrás de las cañas, en la orilla, a pocos metros unos patos comunes y algunos colorados nadaban indiferentes al bochorno y a los ruidos del tránsito. Pronto alcanzamos un mirador, si se quiere llamar así a un espacio reservado para aparcar los vehículos, desde donde se puede ver todo el lago.
    Justo desde allí parte el primer canal de la Albufera, el que tiene el rimbombante nombre de “La Gola del Pujol”. Cruzamos el canal del Pujol, el lugar que tantas veces habíamos visitado antes. Este desagüe une la laguna con el mar y es tan breve que apenas llega a alcanzar un kilómetro de longitud hasta la costa. Lo hace rodeado de pinos carrascos, enebros y coscojas. Antes este sitio era muy bueno para la pesca, sobre todo para les tencas i les llissas. En el cruce del canal con la carretera era donde los mayores nos encargaban a los niños ir a buscar el cebo, para lo cual teníamos nuestras pequeñas redes verdes en forma de circunferencia unidas a un palo largo, como esas que también hoy utilizan los niños cuando juegan en las playas o prueban a pescar cangrejos en las rocas. Nos mandaban hacer esto para quedarse sin niños durante un rato y para aprovechar nuestros juegos; teníamos encomendada la tarea de ir a la orilla del lago y coger unas gambas pequeñísimas que había allí, muy abundantes. Las llamábamos “gambetas”, como la avenida de Charlie de París, pero estas gambetas eran en realidad una especie de quisquilla pequeña que solo vive en lugares de aguas claras. Mis hermanos y yo creíamos que las gambetas eran gambas que por algún defecto o mutación genética se habían quedado diminutas. Hoy no hay gambetas ni aguas transparentes en la Albufera. 
    El cruce de la carretera con la garganta del Pujol es uno de esos lugares en los que se intuye que pasa algo. El paso conduce las aguas mansas de la Albufera hasta el mar. Aquí se inaugura la dulce despedida del agua que se confundirá definitivamente con las ásperas corrientes saladas, olvidando para siempre sus peces, sus pescadores y su lecho enlodado. En esta confluencia natural resulta fácil creer que hay noches oscuras en las que se reúnen voluntarias las almas peregrinas. Un paisaje compartido, un lugar de reunión último de los sentimientos y de los seres que lo han vivido o lo han soñado. Este paraje es como un rincón para las despedidas, por esto no me gusta visitarlo con demasiada frecuencia. 
    En el interior del coche el aire acondicionado producía en nosotros la sensación de estar transitando por una región imaginaria en la que todo adquiría un aspecto provisional y efímero. Era algo así como hallarse dentro de una sala de cine paradójico donde se estuviese proyectando una película en la que nosotros éramos los espectadores de nosotros mismos. Parecería que al acabar aquella proyección podríamos salir de ese extraño lugar y nuestras imaginaciones desaparecerían, y de nuevo la cotidianidad volvería a ser posible, podríamos volver a pasear por una avenida sin sentir esta congoja, las conversaciones ya no se deformarían más en lánguidas palabras y la luz del cielo no se mostraría con tal crueldad. 
    Enseguida llegamos a un lugar que llamábamos “las alambradas”, donde pescábamos muchas veces en aquellos momentos felices. Detrás de un gran recinto cercado con una verja metálica, visible desde la carretera a la derecha del camino, existe un pequeño lago interior especialmente bello. Como está algo apartado, los coches pasan cerca de él sin sospechar de su bucólica existencia. Se llegaba allí a través de un angosto camino de tierra que bordeaba “las alambradas”, desde el cual se escuchaban entre las cañas las carreras de las ratas y el aleteo de los patos silvestres. 
    Antes de este paso una explanada dejaba espacio suficiente entre los pinos para las reuniones junto al lago. Muchos se quedaban a comer en el pinar y creo que al anochecer el aire se oscurecía y se cubría de miles de insectos, pero no tengo una memoria clara de esto, tan solo la sospecha de que tal vez fue así. Los recuerdos que se han perdido dejan parte de nosotros en el olvido, y también fragmentos del tiempo de todos los que nos acompañaron. 
    Esta laguna oculta estaba rodeada de cañas y totoras. Desde allí escuchábamos los gorjeos de las garzas y las cercetas. Alrededor del mismo marjal había asimismo una zona pantanosa de arenas movedizas; a los niños nos advertían diciéndonos que si caíamos en ellas las arenas nos tragarían y desapareceríamos para siempre… 
    —¡La de pesqueras que hemos hecho ahí atrás! —me dijo Vicente mientras miraba la verja de metal plateada que todavía sigue allí—. La llamábamos “las alambradas”, ¿te acuerdas? El día anterior quedábamos con tus padres. Les decíamos “el domingo nosotros nos vamos a pasar el día a “las alambradas”; iremos temprano. ¿Os venís…?” ¡Qué tiempos! 
    Vicente observaba el lugar donde estuvo situado el pequeño estuario. Lo miraba como si le fuese posible verlo desde aquí mismo sin más. Ver desde el coche sus profundas aguas verdosas, mirarlo incluso a través de la verja y atravesar el edificio rectangular interpuesto entre nosotros y el lago. La edificación está dedicada desde hace mucho tiempo a la conservación de la naturaleza, al estudio de las aves y de la fauna del parque. Vicente miraba hacia el lago y no veía el edificio oficial que tenía delante. En realidad podía ver a través de él las cañas bucólicas, los patos impalpables y también oler el sugestivo aroma de las comidas estivales, incluso escuchar las voces de los que marchaban sigilosos por las orillas. Todo lo que miraba y escuchaba ya no existía para el mundo, tan solo era parte del frágil recuerdo que él tenía de su pasado. 
    —¿Crees que todavía estará el laguito ahí detrás? —me preguntó con nostalgia—. ¡Mira lo bien que nos lo hemos pasado aquí!...